Buscando en la web Poemas de Borges encontré este artículo que me pareció muy interesante, expresiones con las que concuerdo completamente, coincido en todo y siempre lo vi desde ese aspecto. Y justamente en estos momentos en que se está desarrollando el Mundial Rusia 2018, no pude resistirme a compartirlo.
Borges y la pelota
El escritor argentino más grande del siglo pasado tuvo una relación díscola con el deporte en general y el fútbol en particular. Su fallecimiento, en junio de 1986, dejó una paradoja borgeana: murió un par de días antes del gol de Maradona a los ingleses, quizás la obra futbolística a la que más tinta dedicó la literatura.
“Usted debe de ser muy famoso”. La afirmación cruzó el aire y se instaló en la cara de César Luis Menotti transmutada en gesto de sorpresa. Que sí, que no, que tal vez, que en una de esas por ser campeón del mundo… El Flaco balbuceó una posible respuesta y antes de que pudiera ensayarla, Jorge Luis Borges remató la faena: “Porque mi empleada me pidió un autógrafo suyo”. Corría septiembre de 1978, el entrenador de la Selección Argentina, que venía de ganar el Mundial, estaba cumpliendo el sueño de conocer a uno de sus admirados personajes, y esa desopilante presentación fue el puntapié inicial de una entrevista que el propio Menotti le hizo a Borges para una revista literaria. La charla no volvió a ahondar en cuestiones futbolísticas, pero esa primera reacción del escritor desnudó la incredulidad que le generaba ese fenómeno que jamás se empeñó demasiado en comprender, pero al que siempre criticó con obstinada crudeza.
“El fútbol es popular porque la estupidez es popular –decía–. Once jugadores contra otros once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos”. A Borges le molestaban las representaciones masivas y no era demasiado adepto a ningún deporte, aunque el chauvinismo de cotillón era el rasgo que, entendía, vaciaba de legitimidad cada partido: “El fútbol despierta las peores pasiones. Despierta sobre todo lo que es peor en estos tiempos, que es el nacionalismo referido al deporte, porque la gente cree que va a ver un deporte, pero no es así. La idea de que haya uno que gane y que el otro pierda me parece esencialmente desagradable. Hay una idea de supremacía, de poder, que me parece horrible”. Tampoco las hinchadas quedaban a resguardo de su disgusto: “El fútbol en sí no le interesa a nadie. Nunca la gente dice ‘qué linda tarde pasé, qué lindo partido vi aunque haya perdido mi equipo’. No lo dice porque lo único que interesa es el resultado final. La gente no disfruta del juego”.
En la víspera de la Copa del Mundo de 1978 hizo algunas declaraciones que luego le costarían caro: “Mientras dure el campeonato iré a cualquier parte donde no se hable de fútbol. El Mundial será una calamidad que por suerte pasará”. Los detractores del torneo, que basaban su rechazo en que estaba organizado por un gobierno de facto, con todas las implicancias que eso conllevaba en la época, se hicieron eco de sus palabras para afirmar que hasta Borges, abiertamente conservador y antiperonista, cuestionaba el accionar militar. Y los defensores del gobierno mostraban aquellas famosas fotos en las que el escritor estrecha la mano del dictador chileno Augusto Pinochet y de Jorge Rafael Videla. Durante mucho tiempo, Borges quedó en el medio de esa guerra sin cuartel por la ambigüedad de sus dichos.
Mucho más sutil que en sus declaraciones fue en su accionar. Como muestra de repudio al Mundial organizó, el día del debut de Argentina contra Hungría y a la misma hora del comienzo del partido, una conferencia sobre la inmortalidad, una de sus obsesiones. La cancha se llenó, pero su biblioteca también.
“Jamás he visto un partido en mi vida –aclaró en una oportunidad-. Primero porque soy casi ciego, segundo porque es parte del tedio, y además porque la gente que asiste a esos partidos no va por el juego en sí mismo, como deporte, sino exclusivamente para ver ganar a su equipo”. No obstante, en otra entrevista con el diario La Razón contó una pintoresca historia sobre el partido –o, mejor dicho, medio partido– que presenció: “A la cancha fui una vez, y fue suficiente. Me bastó para siempre. Fuimos con Enrique Amorim (novelista y director uruguayo). Jugaban Uruguay y Argentina. Bueno, entramos a la cancha, Amorim tampoco se interesaba por el fútbol y como yo tampoco tenía la menor idea, nos sentamos; empezó el partido y nosotros hablamos de otra cosa, seguramente de literatura. Luego pensábamos que se había terminado, nos levantamos y nos fuimos. Cuando estábamos saliendo alguien me dijo que no, que no había terminado todo el partido, sino el primer tiempo, pero nosotros igual nos fuimos. Ya en la calle yo le dije a Amorim: ‘Bueno, le voy a hacer una confidencia. Yo esperaba que ganara Uruguay para quedar bien con usted, para que usted se sintiera feliz’. Y Amorim me dijo: ‘Bueno, yo esperaba que ganara Argentina para quedar, también, bien con usted’. De manera que nunca nos enteramos del resultado de aquello, y los dos nos revelamos como excelentes caballeros. La amistad y el respeto que ambos nos profesábamos estaba por encima de esa pobre circunstancia que era un partido de fútbol”.
Borges, que inicio su obra literaria traduciendo a los británicos James Joyce, Oscar Wilde y G. K. Chesterton, incluyó a Inglaterra en la volteada: “Que raro que nunca se les haya echado en cara a los ingleses, injustamente odiados, haber llenado el mundo de juegos estúpidos, deportes puramente físicos como el fútbol, que es uno de sus mayores crímenes”.
Sin embargo, como todos los Borges caben en Borges, junto a su amigo Adolfo Bioy Casares escribió un cuento, titulado Esse est percipi, en el que el fútbol es protagonista junto a toda su parafernalia. El texto tiene como personaje principal a un tal Honorio Bustos Domecq, que no es otro que el escritor ficticio que ambos inventaron para darle personalidad a la fusión de sus plumas. La elección del nombre no es azarosa: Bustos era el apellido del bisabuelo materno de Borges, y Domecq el de la abuela paterna de Bioy.
En el cuento, Bustos Domecq es informado por un dirigente de una alarmante realidad: “El último partido de fútbol –le dice– se jugó en esta Capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman”. Después de un par de aclaraciones, Bustos Domecq pregunta con temor: “¿Debo deducir que el score se digita?”. Ahí le comunican que no hay score, ni partidos, ni estadios. Que todo lo que pasa y vale precisamente vale y pasa porque sale en la televisión y en la radio. Que la conquista espacial es una coproducción yanqui-soviética y que en el mundo nunca sucede nada que no esté prestidigitado.
Esse est percipi, ser es ser percibido, es una crítica a la mediatización de la realidad, y a la legitimación de las acciones cotidianas solo a través de la mirada de un tercero. En esto, Borges también fue un visionario como cuando en El Aleph, cincuenta años antes de la aparición de internet, se animó a pensar un rudimentario punto ciego desde el que era posible ver, al mismo tiempo y desde una única posición, cualquier rincón del universo.
Bioy Casares fue, también, uno de los pocos que intentó acercarlo al deporte desde la práctica, cuando él, eximio jugador de tenis, se ofreció a enseñarle a Borges los secretos de su revés, aunque la respuesta fue terminantemente negativa. Lo que sí cultivó como ejercicio fue el ajedrez, que jugó esporádicamente pero por el que se dejó seducir. “Es uno de los grandes medios que tenemos para salvar la cultura –decía–. El ajedrez es como el latín, el estudio de las humanidades, la lectura de los clásicos, las leyes de la versificación y la ética. El ajedrez es hoy reemplazado por el fútbol, el boxeo o el tenis, que son juegos insensatos, no de intelectuales”.
En el ajedrez mezcla otra de sus obsesiones, la religión, que él abordó desde su posición de agnóstico inclaudicable. En 1960 escribió un poema, titulado Ajedrez, cuyos últimos versos rezan: “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios, detrás de Dios la trama empieza el polvo y tiempo y sueño y agonías?”.
En los metros finales de su vida, ya sumido en la profunda ceguera, Borges se radicalizó en sus convicciones, y siguió siendo crítico del deporte en general y del fútbol en particular. Pasó sus últimos días en Ginebra, Suiza, y falleció el 14 de junio de 1986, en plena disputa del Mundial de México. En sus últimas entrevistas, fastidioso tal vez por la consulta recurrente por su condición de argentino, dejó entrever que no sabía quién era Maradona. Ocho días después de su muerte, el 22 de junio, Diego le dio forma a su obra cumbre, el Gol del Siglo contra Inglaterra en el Estadio Azteca, uno de los hechos futbolísticos de los que más se escribió en cualquier parte del planeta. Esa paradoja borgeana terminó de darle forma a la díscola relación del escritor con el fútbol, y también fue cuna para el surgimiento de algunas “teorías conspirativas” entre sus seguidores.
“Sobre la tormentosa relación entre Borges y el fútbol –asegura una de estas teorías–, una especie de mito urbano señala, sin más, que el fútbol dejó ciego a Borges. En una supuesta biografía no autorizada de Borges, escrita por un supuesto amigo del escritor, se afirma que en algún momento de 1930 Borges y otros intelectuales decidieron jugar un partido de fútbol, deporte por el que Borges, según esta historia, era un apasionado. En la insólita alineación también estaban Adolfo Bioy Casares, Roberto Arlt, Ricardo Güiraldes, Horacio Quiroga, Xul Solar y Julio Cortázar. Bueno, hasta el seudónimo de Borges, Bustos Domecq, estaba jugando. Y entonces, sucedió algo que cambiaría la vida de Borges. En un tiro de esquina Borges saltó para rematar con la cabeza, pero perdió el equilibrio al ser empujado y antes de caer al suelo su frente se topó con la rodilla de un jugador contrario. Borges cayó al césped, fulminado y minutos después, ya en el hospital, un neurólogo daba el terrible diagnóstico: se le habían desprendido ambas retinas, producto del golpe, y con el tiempo quedaría ciego. Por ello no le quedó otra opción que aprender a escribir”.
Claramente la historia tiene mucho de homenaje borgeano y poco de realidad, aunque bien podría haber sucedido en ese mundo de Ficciones plagado de laberintos, espejos y cuchilleros que dirimen su destino a suerte y verdad en duelos caballerescos. Borges no se habría sorprendido, o al menos no tanto como en aquella entrevista con Menotti, que duró unos cuantos minutos y que tuvo un final tan memorable como el comienzo. “Qué raro, ¿no? –dijo el escritor. Un hombre inteligente y se empeña en hablar de fútbol todo el tiempo”.
El hacedor
Jorge Luis Borges nació el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, y a los once años tradujo a Oscar Wilde creyendo que su traducción podría ser mejor que la obra original. Fue cuentista, poeta, ensayista, narrador, participó en la fundación de revistas y editoriales y publicó una treintena de libros entre los que se destacan Ficciones, El libro de arena, El Aleph e Historia universal de la infamia. Su gran deuda fue escribir una novela, a lo que se rehusó sistemáticamente durante su vida, y ganar el Premio Nobel de Literatura. Considerado uno de los más grandes autores del siglo XX, fue uno de los padrinos omniscientes de los “escribidores” del Boom latinoamericano.
Por Matías Rodríguez / Fotos: Archivo El Gráfico
Nota publicada en la edición de junio de 2016 de El Gráfico
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