Cuando uno va ampliando la Conciencia va percibiendo los tremendos mandatos de la sociedad. Uno los obedece sin siquiera cuestionar si está bien o no, o si hay otra forma de vivir. Conozco a gente que se ha animado a rebelarse a la sociedad y sus mandatos y es excluida, menospreciada, desvalorizada y pocas veces pueden sobrevivir sin convertirse en esclavos o mendigos. No está bien visto no acatar los mandatos sociales. Por eso es tan difícil encontrar un Buda en occidente.
"El mundo necesita adictos al trabajo, necesita que las personas sean esclavos, proletarios, peones, y que funcionen como máquinas. Por eso los llamados moralistas y los puritanos han enseñado a la gente que el trabajo posee un valor intrínseco. No es cierto.
Tiene cierto valor, pero de la clase más baja. Es una necesidad: como los seres humanos tienen estómago, necesitan llenarlo. Necesitan ropa y un techo para resguardarse.
Se ha explotado al límite esa necesidad natural. La gente se ve obligada a trabajar, pero lo que produce no llega a sus manos, sino a manos de quienes no trabajan.
La sociedad siempre ha sido explotadora, dividida entre ricos y pobres. Los pobres tienen que trabajar para sobrevivir, y los ricos acumulan montones de dinero. Es una situación muy desagradable, inhumana, primitiva, propia de dementes. Los que trabajan son pobres, están muertos de hambre, y no les queda tiempo para la literatura, para la música, para la pintura. Ni siquiera pueden concebir mundos de inmensa belleza, de arte, ni siquiera pueden imaginarse que exista algo como la meditación. Bastante tienen con ganar lo suficiente como para comer una vez al día.
En el transcurso de los siglos la mayoría de las personas han sido pobres, y su supervivencia dependía de lo útiles que resultaran como mecanismos de producción. En cuanto dejaban de necesitarlos, quedaban abandonados a su suerte, condenados a morirse de hambre. Y son ellos los auténticos poseedores de la riqueza del mundo, porque ellos son los productores. Pero los más astutos se alían con los políticos y con los sacerdotes para mantener la sociedad dividida en dos categorías, los auténticos seres humanos (los ricos y los superricos) y los seres humanos solo de nombre, a quienes se utiliza como mercancías, como mecanismos productivos.
Con esta situación, los intereses creados que predominan desde hace siglos solo han transmitido una cosa: el trabajo, y que cuanto más trabajes más producirás, para que los ricos se enriquezcan más.
El único valor del trabajo consiste en producir lo suficiente para todos. Tal vez cuatro o cinco horas de trabajo al día serían suficientes para que la humanidad entera viviera en paz, con comodidad. Pero ese deseo demente de enriquecerse, esa codicia que no conoce límites... que no comprende que cuanto más dinero tienes menos vale tu dinero.
Se trata de una ley muy sencilla de la economía, la ley de los rendimientos decrecientes. Tienes una casa: es algo valioso, tienes que vivir en ella, la necesitas. Tienes dos casas, tres casas, centenares de casas... el valor decrece en la misma medida que aumenta el número de casas. En el mundo existe una reducida clase que posee dinero sin valor.
Por ejemplo: el hombre más rico del mundo en la actualidad es un japonés que tiene veinte mil millones de dólares en el banco. ¿Qué puede hacer con ellos? ¿Comérselos? Y el dinero atrae más dinero; solo con los intereses que genera, ese hombre será cada día más rico, pero el dinero pierde su valor traspasado un cierto límite.
Pero la codicia es una locura. La sociedad humana ha vivido bajo el imperio de una especie de demencia.
Por eso resulta muy difícil el estado de abandono, porque siempre se ha considerado simple pereza. Va en contra de la sociedad adicta al trabajo.
Abandonarse significa empezar a vivir más sensatamente. No vas como un loco en pos del dinero, no trabajas sin parar, sino que trabajas para cubrir tus necesidades materiales. Pero también están las necesidades espirituales.
El trabajo es imprescindible para las necesidades materiales, pero a la mayoría de los seres humanos les han impedido por completo un desarrollo espiritual.
El estado de abandono es uno de los espacios más hermosos. Te limitas a existir, sin hacer nada, a estar en silencio, y todo fluye por sí mismo. Tú sencillamente disfrutas del canto de los pájaros, del verdor de los árboles, de los colores pluridimensionales y psicodélicos de las flores.
Para experimentar la existencia no tienes que hace nada; lo que tienes que hacer es dejar de hacer. Tienes que encontrarte en un estado de completa inactividad, sin tensiones, sin preocupaciones.
En ese estado de tranquilidad empiezas a sintonizar con la música que te rodea. De pronto te das cuenta de la belleza del sol. Hay millones de personas que jamás han disfrutado de un atardecer, que jamás han disfrutado de un amanecer. No se lo pueden permitir. No paran de trabajar y de producir, y no para que revierta en ellos, sino en los intereses creados, con toda su astucia, en los que detentan el poder, en los que pueden manipular a los seres humanos.
Por supuesto, te enseñan que el trabajo es algo estupendo... por su propio interés. Y los condicionamientos han ahondado tanto en las personas que no comprendemos por qué no podemos relajarnos.
Incluso durante las vacaciones la gente se empeña en hacer esto o lo otro. No pueden disfrutar de unas vacaciones simplemente tumbados en la playa, con el mar y el aire fresco. No; tienen que hacer alguna tontería. Si no tienen nada mejor que hacer, se dedican a desmontar el frigorífico (que funcionaba estupendamente) o a destripar el reloj de pared que llevaba siglos funcionando sin problemas, para mejorar el mecanismo. Pero el problema principal radica en que no pueden quedarse tranquilamente sentados, en silencio. Tienen que hacer algo, tienen que ir a algún sitio.
En cada época de vacaciones todos van como locos a los balnearios, las playas, pero no para descansar... No tienen tiempo para el descanso, porque millones de personas van al mismo sitio. Las vacaciones son la mejor época para quedarse en casa, porque la ciudad entera se ha ido a la playa. Los coches van pegados unos a otros, y cuando llegan a la playa está llena de gente; ni siquiera pueden encontrar un sitio para poner la toalla. He visto fotos de las playas. Hasta el mar debe de reírse de la estupidez de esa gente.
Se tumban unos minutos, y enseguida quieren helados y Coca-Colas. Todos se llevan el televisor portátil o la radio portátil. Y de repente se acabó el tiempo, porque hay que volver a casa a toda velocidad.
Hay más accidentes durante las vacaciones que en cualquier otra época; mueren más personas, chocan más coches. Es curioso. Y la gente se pasa cinco días a la semana, los días laborables, pendiente de las vacaciones, esperanzada. Y se pasa esos dos días del fin de semana esperando a que vuelvan a abrir las oficinas y las fábricas.
La gente se ha olvidado por completo del lenguaje de la relajación. Los han obligado a que se olviden de él.
El niño nace con una capacidad interna; no hay que enseñarle a que se relaje. Fíjate en cualquier niño: está relajado, en estado de abandono. Pero no le permites que disfrute de ese estado paradisíaco. No tardarás en civilizarlo.
Todo niño es primitivo, incivilizado. Pero los padres, los profesores, todo el mundo está encima del niño para civilizarlo, para que pase a formar parte de la sociedad. A nadie le preocupa que la sociedad sea una auténtica demencia. Lo mejor sería que el niño siguiera como está, que no fuera iniciado en la sociedad ni en la llamada civilización.
Pero con tantas buenas intenciones, los padres no dejan en paz al niño. Le tienen que enseñar a trabajar, le tienen que enseñar a ser productivo, a que sea competitivo. Tienen que decirle: «A menos que llegues a la cumbre, nos defraudarás».
Así que todos corren hacia la cumbre. ¿Cómo se va uno a relajar?
Cuando se tendieron las primeras vías de ferrocarril en la India... Me han contado una anécdota estupenda.
El ingeniero británico a cargo de las obras se quedó atónito al ver que todos los días un joven indio, un aldeano, llegaba a allí, se tumbaba a la sombra de un gran árbol y se dedicaba a contemplar a los obreros y a los ingenieros que les daban órdenes. Aquel hombre empezó a despertar el interés del ingeniero, aquel tipo extraño que se presentaba todos los días. Se llevaba su comida, comía y descansaba; dormía por la tarde a la sombra del árbol.
Un día el ingeniero no pudo resistir la tentación y le preguntó al aldeano:
—¿Por qué no trabaja? Viene todos los días y pierde el tiempo mirando.
El aldeano replicó:
—¿Y para qué voy a trabajar?
El ingeniero respondió:
—¡Para ganar dinero!
El aldeano preguntó:
—¿Y qué voy a hacer con el dinero?
El ingeniero respondió:
—¡Si serás imbécil que no sabes qué hacer con el dinero! Cuando tengas dinero podrás relajarte y disfrutar.
El pobre aldeano dijo:
—Pues qué cosa tan rara, porque yo ya estoy relajado y disfrutando. Anda que no hay que darle vueltas: trabajar un montón, ganar dinero y después disfrutarlo y relajarte. Pero ¡si yo ya lo hago!"
Osho_La Pasión por lo Imposible
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